Carnaval de Buenos Aires (Argentina)
Los primeros carnavales del Río de La Plata datan del 1600 y se llevaban a cabo en espacios cerrados, de manera exclusivamente privada. Allí señores y esclavos festejaban de manera conjunta mezclando las costumbres de la metrópoli con las celebraciones de los negros traídos de África.
Fue recién a partir de
1771 que, si bien seguía sin salir a la calle, los locales de festejo abrían
sus puertas para quien quisiera participar. Su origen se remonta a una celebración
medieval española netamente religiosa. Es que carnaval deriva de la palabra
italiana “carnevale” que a su vez se remonta al término latino “carnem levare”.
O, en español, “quitar la carne”. Este alimento era eliminado de la dieta -tal
como mandan los dogmas cristianos- durante el período de ayuno de la cuaresma,
que se inicia, justamente, al finalizar esta festividad y dura hasta la Semana
Santa. Según los períodos y sectores sociales tuvo diferentes expresiones. En
tiempos de la Colonia, los sectores populares participaban en los bailes de
máscaras que se realizaban en el teatro de La Ranchería, mientras que los
sectores pudientes lo hacían en la Casa de Comedias. El festejo también ocupó
el espacio público. Los bailes y los juegos con agua inundaron las calles.
Desde los balcones llovían fuentones, huevos ahuecados rellenos con agua,
baldes de agua de lavanda para mojar a los amigos y de agua con sal para los
enemigos. El desenfreno y el bullicio que se generaban durante esos días no
eran más que “costumbres bárbaras” para las clases altas, las cuales se oponían
fervientemente al festejo del carnaval. Estas encontraron eco en algunos
gobernantes. En la época del Virrey Vertiz, entre 1770 y 1784, los bailes se
limitaron a lugares cerrados y el toque de tambor, sello identitario de la
importante población africana que habitaba Buenos Aires, era castigado con
azotes y hasta un mes de cárcel. Tras la independencia en 1816 la tradición fue
mutando y ocupando el espacio público. Fue entonces que las clases altas
porteñas comenzaron a renegar de esta celebración en la que ricos y pobres,
patrones y trabajadores, señoras y sirvientas, se mezclaban -al menos por unos
días- sin pudor a la vista de todo el mundo. Durante la primera y segunda
gobernación de Juan Manuel de Rosas -entre 1829 y 1852- por decreto, se
censuró, se castigó y se prohibió dicho festejo hasta 1854, año en que el
gobierno de Buenos Aires autorizó la realización de bailes de máscaras y juegos
de agua. En 1845, Domingo Faustino Sarmiento emprendió un viaje de dos años que
lo llevó a recorrer varios países del mundo. Visitó Montevideo, Río de Janeiro,
Francia, España, Argelia, Italia, Alemania, Suiza, Inglaterra, Estados Unidos,
Canadá y Cuba. Sus experiencias y observaciones quedaron registradas en
numerosas cartas y cuadernos, que fueron publicadas tiempo después.
En Italia
participó de los carnavales, conoció las clásicas máscaras venecianas y quedó
atraído por la idea del anonimato de los disfraces como forma de borrar, por un
instante, la desigualdad de clases sociales. Enamorado de esas celebraciones,
durante su presidencia, en 1869 promovió el primer corso oficial de la ciudad
de Buenos Aires. Sarmiento participaba activamente de estos festejos junto a
las murgas y comparsas, compuestas principalmente por afrodescendientes, que
eran una de las mayores atracciones. También lo eran la elaboración de
disfraces y máscaras que intentaban igualar, sin distinción, a todos los
participantes. Los afroargentinos del tronco colonial experimentaban el carnaval
como un ámbito más donde compartir su música. Los toques, las danzas y cantos
formaban parte de su vida cotidiana, con una significación profunda. Los
blancos, en cambio, eran quienes vivían el carnaval a la usanza del viejo
continente, donde se lo concebía como un espacio acotado para la liberación de
las normas opresivas, donde la alegría, la burla y el desenfreno estaban
permitidos. De todas formas, la expresión moderna del carnaval no llegaría
hasta entrado el siglo XX. Antes las celebraciones estaban acotadas a
determinados puntos de la ciudad y las distintas colectividades no se mezclaban
entre sí. Pero durante los primeros años del 1900 estas se empezaron a cruzar
dando nacimiento a las primeras murgas que reemplazaron a las antiguas
comparsas. En el siglo XX la influencia de los inmigrantes italianos y
españoles fue resignificando el carnaval, introduciendo ritmos, danzas y
vestimentas propias de sus lugares natales. De a poco, se produjo el pasaje de
las comparsas de candombe a las murgas, que comenzaron a bailar y tocar en los
corsos. La migración a Buenos Aires de mediados de siglo, proveniente de las
provincias argentinas y de los países limítrofes, generó un fuerte impulso a
las murgas porteñas. A la percusión y los disfraces se les sumó el canto,
centralmente enfocado en reflejar la situación política y social. Así, los afro
descendientes en San Telmo y Monserrat, los italianos de La Boca, los judíos de
Palermo y los árabes de Once ahora celebraban juntos dentro de un nuevo
paradigma de hibridación cultural. El sello barrial llegó hacia la década de
1940 reemplazando al de la colectividad. A partir de entonces se empezó a
escuchar el nombre de murgas como “Los viciosos de Almagro”, “Los
Mocosos de Liniers”, “Alucinados de Parque Patricios”, “Calaveras
de Constitución” o “Fantoches de Villa Urquiza”. Paradójicamente
el carnaval se estableció como feriado nacional durante una dictadura. Fue en
1956, bajo el gobierno de facto de Pedro Eugenio Aramburu después de la
autoproclamada “Revolución Libertadora” que había derrocado un año antes a Juan
Domingo Perón.
Pero debido al carácter contestatario y popular de la festividad
fue otro gobierno antidemocrático el que lo prohibió calificando a las murgas
de “subversivas”. En 1976 la Junta Militar encabezada por Jorge Rafael Videla
retiró la fecha del calendario oficial. Si bien hasta 1981 se realizaron corsos
de manera clandestina, debieron suspenderse por la persecución de las
autoridades. Durante dos años ninguna murga se presentó en la capital del país
y fue recién con la vuelta de la democracia que el carnaval, de manera extra
oficial, volvió a las calles. La re-institucionalización fue lenta. A partir de
1983, a pesar de que sólo habían sobrevivido una decena de murgas, el fenómeno
carnavalesco continuó con mucha fuerza en los barrios y volvió a ganar el
espacio público. En 1997 la Legislatura porteña declaró la festividad como
Patrimonio Cultural del distrito y se comprometió a garantizar las condiciones
para su realización. En 2004 decretó que vuelva a ser feriado, aunque solo
acotado al ámbito de la CABA y recién en 2011 esto se extendió a nivel
nacional. Actualmente existen más de 130 murgas registradas que pueden actuar
en los corsos oficiales de la ciudad. Pero también hay un circuito alternativo “independiente
y autogestivo” que se organiza en todo el país dentro del Movimiento Nacional
de Murgas (MNM) y realiza sus actuaciones por fuera de las estructuras
gubernamentales. La celebración del carnaval es una fiesta popular que permite
recorrer y graficar las costumbres y dilemas que fue atravesando la sociedad
porteña.
Fuentes:
• Notasperiodismopopular.com.ar
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