El Baile de Máscaras fue un formato que se popularizó durante el
siglo XVIII para la celebración del carnaval, fiesta ancestral mucho más
antigua y que revestía infinitas manifestaciones más. El origen del carnaval se
remonta a la Edad Media y forma parte del calendario litúrgico cristiano, como
antesala de la abstinencia cuaresmal.
Previamente a la Cuaresma corresponde
exacerbar la alegría y el placer de los sentidos. Las formas tradicionales de
celebrar el carnaval eran variadas según regiones, pero presentaban unos
denominadores comunes. Se trataba de una de las fiestas más interestamentales,
puesto que implicaba a todos los grupos sociales con la venia de la Iglesia. El
período carnavalesco finalizaba el miércoles de Ceniza, pero podía iniciarse
con una antelación variable, prolongándose durante tres meses incluso, para
alcanzar su apoteosis en los tres días previos a su expiración. El carnaval era
el único momento del año en el que existía la posibilidad de transgredir las
leyes fundamentales de la sociedad con cierta impunidad.
Los muchos viajeros que llegaban a Venecia en la época de Carnaval –un
período que en la república de las lagunas duraba varios meses– quedaban
asombrados por el uso generalizado de las máscaras. A partir del Renacimiento
se fue urbanizando la celebración del carnaval, caminando hacia la
teatralización a través de los desfiles burlescos conocidos como máscaras,
consumando el paso de fiesta a espectáculo. Por el contrario, el Baile
de Máscaras fue un producto preferentemente elitista y cortesano que la
Ilustración trató de difundir por la sociedad en el siglo XVIII, como
alternativa menos disruptiva. Procedente de Italia, la costumbre comenzó a
practicarse en Francia en el siglo XVIII con mayor asiduidad. Los grandes
aristócratas franceses organizaban en sus palacios espléndidos bailes a los que
asistían cientos de personas, a veces miles, todas con máscara y los más
variopintos disfraces. En 1714, por ejemplo, el duque de Berry ofreció bailes a
lo largo de tres meses, en los que “todo era majestuoso: la música, los
refrescos, las confituras, el servicio.
Había más de 3.000 máscaras, entre
ellas el duque y la duquesa, todos los príncipes, princesas y otros grandes
señores de la corte y gran número de los principales habitantes de París.
Duraban hasta el amanecer”. Otros bailes eran los que organizaban el duque de
Borbón-Condé, el príncipe de Conti, la duquesa de Maine, el embajador de
Sicilia y el de España... El embajador español era el duque de Osuna, y ofrecía
bailes dos veces a la semana, en lo que gastó “sumas inmensas”. En París, los
bailes de máscaras se sucedieron y alcanzaron su esplendor a partir de la
regencia del duque de Orleans (1715-1723), fase en la que el clima de
libertinaje vino a suceder a la última etapa del anciano Luis XIV, caracterizada
por la austeridad y la moralidad. En algunos bailes el acceso era libre, de
modo que las salas estaban abarrotadas. En otros se requería invitación o bien
se cerraban las puertas cuando el recinto se llenaba. Como estos bailes
particulares no colmaban la demanda de diversión de los parisinos, el duque de
Orleans aprobó la creación de un baile público en 1716, el “Baile
de la Ópera”, llamado así porque se celebraba en el teatro de la Ópera.
El edificio se habilitaba elevando el parterre para ponerlo a la altura del
escenario; así, la capacidad era muy superior a la de los palacios. Durante la
temporada de Carnaval había baile de la Ópera tres días a la semana (lunes,
miércoles y sábado) y la entrada costaba un escudo. La gente derrochaba
inventiva para la elección de las máscaras y los disfraces con los que acudían
a los bailes. Allí tenían libertad de presentarse con todo tipo de máscaras,
los hombres con vestido de mujeres, las mujeres con vestido de hombres; con
máscaras de todos los países, de todas las edades, de todas las clases, por muy
extrañas y absurdas que sean. Todo estaba permitido, y cuando más rara era una
máscara, más se la admiraba. Los más fomentados por la estética dieciochesca
fueron los de la Commedia dell’Arte italiana: Polichinela, Arlequín, Pierrot,
Pantalone… El anonimato permitía emprender aventuras amorosas no aprobadas
socialmente, pero los desórdenes públicos eran prevenidos por el personal de
seguridad pertrechado con bastones.
De hecho, tan sólo se permitía dicho
anonimato dentro del recinto del baile, nunca en la vía pública. Los bailes
empezaban a estar animados a medianoche y se prolongaban hasta la salida del
sol o más allá. A falta de un disfraz extravagante se llevaba el dominó, un
vestido talar con capucha que cumplía la función de ocultar la identidad. Las
salas estaban profusamente iluminadas; la sala de la Ópera contaba con decenas
de lámparas, además de candelas y farolillos en los bastidores y pasillos. En
la misma sala la orquesta, de treinta músicos, se repartía a ambos extremos,
después de tocar juntos una sinfonía para dar inicio al baile. Se bailaban las
danzas de moda en la época: Minueto, Gavota, Contradanza,
Rigodón,
etc. Los géneros más populares, como el Bolero o el Fandango, quedaban
implícitamente excluidos. Pero no sólo se bailaba, durante toda la noche hasta
el amanecer, la gente se divertía. Unos bailaban, otros se quedaban sentados y
charlaban, algunos tomaban un refresco, otros se ocupaban de mil maneras. De
hecho, a menudo debía de resultar muy complicado dar un paso de baile en salas
que estaban llenas a rebosar. Aun así, a la gente le gustaba el
apelotonamiento. Entrado el siglo XVIII, el cronista Sébastien Mercier
escribía: “Se considera que un baile es muy bueno cuando a uno lo aplastan;
cuanto más tropel, más se felicita uno al día siguiente por haber asistido”.
Las mujeres, según Mercier, no se mostraban incómodas, al contrario: “Cuando la
muchedumbre es considerable, las mujeres se arrojan a las idas y venidas, y sus
cuerpos delicados soportan muy bien que los compriman en todos sentidos en
medio de la multitud, que ya permanece inmóvil, ya flota y rueda”. Los Bailes
de Máscaras contaban con un servicio de vigilancia.
El duque de Berry,
por ejemplo, en los bailes que organizaba tenía a sus guardias toda la noche
con las armas en mano, tanto para desfilar como para impedir los desórdenes. En
cambio, otros descuidaban este aspecto y entonces sucedían “cosas horribles”.
Por temor a estos incidentes las mujeres acudían siempre acompañadas, aunque no
necesariamente por sus maridos o prometidos. Gracias a la máscara cualquiera
podía aventurarse en un baile sin temor a ser reconocido, en busca de las
emociones que se asociaban con el Carnaval. Las diferencias sociales no
importaban, aunque, según Mercier, los gestos y el modo de hablar delataban la
clase social de cada uno, al menos entre las mujeres: “Las mujerzuelas, las
duquesas y las burguesas se ocultan bajo el mismo dominó, pero se las
distingue; se distingue mucho menos a los hombres; lo que prueba que las
mujeres tienen en todo matices más finos y más caracterizados”. Los Bailes
de Máscaras daban pie a toda clase de aventuras galantes. En cierta
ocasión, un hombre que, queriendo fortuna en un baile, abordó a una máscara que
no conocía ni por el vestido ni por el habla. Era su propia mujer, que había
cambiado de disfraz y de voz e iba también en busca de una aventura. Sin
reconocerse, ambos prosiguieron la intriga hasta que los dos tuvieron motivo
para reprocharse mutuamente su infidelidad. En 1781 un incendio arrasó el
teatro de la Ópera, lo que obligó a cambiar la sede del gran Baile
de Máscaras de Carnaval. Al estallar la Revolución Francesa en 1789,
las máscaras fueron prohibidas y se rompió la tradición de los bailes de
Carnaval. Éstos volverían en 1799, pero, según algunos contemporáneos, ya sin
el espíritu festivo de décadas anteriores: La gente no bailaba; se paseaban
platónicamente al son de una música que no escuchaban demasiado. La Revolución
había dejado en los espíritus un talante grave que dominaba los caracteres
hasta en los momentos de recreo. También se perdió la mezcla social: sólo
aparecían hombres y mujeres de la mejor sociedad.
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