Diablada de Píllaro (Ecuador)

 

 

La Diablada de Píllaro, reconocida como Patrimonio Cultural Inmaterial, reúne cada año a 30.000 personas en un vibrante desfile de tradiciones, disfraces y danza en honor a la resistencia cultural ecuatoriana.

No huele a azufre ni es el infierno, tampoco hay el dantesco panorama consumido por las llamas con el que se asocia comúnmente al hogar de Belcebú, y aun así, miles de diablos bailan y se pasean por las calles de la ciudad ecuatoriana de Píllaro, durante una mágica celebración, que desata la picardía de Mefistófeles los primeros seis días de cada año.

A unos 120 kilómetros al sur de Quito, gente vestida de diablos, con máscaras coronadas por inmensos cuernos y expresiones que parecen nacidas de las peores pesadillas, bailan durante la tradicional “Diablada de Píllaro” junto a personajes como los capariches (barrenderos) y guarichas (hombres vestidos de mujeres) al son de Sajuanitos y Albazos entonadas por bandas de pueblo.

Envuelta en historia y leyendas, el origen de la Diablada de Píllaro tiene varias versiones.

Elías Yanchatipán, exalcalde de Píllaro, dijo que en la época de la colonia los indígenas se vestían de diablos en repudio a las prédicas sacerdotales y al maltrato físico, económico y moral que recibían de los españoles.

Pero la leyenda también habla de temas sentimentales y de disputas entre grupos de jóvenes, por lo que Elías resume el asunto en la “resistencia” que se tomó las calles, como ahora lo hacen cada año unas 30.000 personas, la mitad representando a Lucifer.

Otra leyenda cuenta que en Píllaro, los jóvenes del barrio Tunguipamba y de la parroquia Marcos Espinel, salían de noche a conquistar los corazones de las damas llevándoles serenatas. Sin embargo, los celosos hermanos y pretendientes de las señoritas idearon un plan para ahuyentarlos. ¿La solución? Disfrazarse con sábanas blancas, caretas con cuernos de venado y producir ruidos misteriosos con un cabresto seco.

Darío Villacís, cabecilla de la partida (grupo) San Andrés, se lamentó de que haya quienes asocien la celebración con un supuesto culto al diablo y recalcó que es una “manifestación cultural”, que derrocha arte, picardía y alegría por unas 13 cuadras (1.300 metros) en largas jornadas de bailes entre el 1 y el 6 de enero.

Pero no es cualquier baile: quien representa a Mefistófeles debe cumplir siete pasos con movimientos específicos de sus pies, cabeza, brazos, que repiten con gracia y destreza niños y adultos, hijos de la tierra y otros llegados de lejos.

Los diablos de Píllaro son los personajes populares de esta fiesta. Ellos visten atuendos especiales cuya confección es el resultado de mucho tiempo y esfuerzo. Sus máscaras son elaboradas artesanalmente, su base principal es un molde hecho en bloque de tierra a la que se le adhieren varias capas de papel cauché empapadas en engrudo, y que se la deja al sol para que adquiera dureza. Luego añaden cuernos y dientes de diferentes animales como cabras, venados, corderos, toros; se le da colorido en varias tonalidades sobresaliendo el negro y rojo.

Esta celebración “no es una adoración al diablo” sino una forma de expresión y diversión pues “el diablo es pícaro y molestoso” y, por eso, durante las comparsas hacen bromas a los turistas, que llegan por miles a Píllaro, conocido como el “altar del dios Rayo”.

Cerca de medio siglo lleva el artesano Ángel Velasco elaborando máscaras de diablos, un arte en el que es autodidacta y testigo de muchos cambios, entre ellos la sustitución de cuernos de venado por otros de toro, borrego o artificiales ante el cada vez más riguroso control de las autoridades ambientales.

De la cantidad de cuernos también depende el peso de la máscara, que puede ascender a diez libras, y también el costo, que oscila entre 60 y 200 dólares en su taller, aunque está seguro de que son más caras en los almacenes a los que envía “por docenas” en Ecuador, EEUU y Europa, bajo pedido, “porque donde hay pillarenos hay diablos”, comentó.

Hechas de papel, pegadas con engrudo y con los cuernos sujetos por alambres, Velasco tarda unos ocho días en elaborar una máscara, pero ello depende de su complejidad, el secado y el clima.

Es que hay unas máscaras sencillas y pequeñas, pero otras cargadas de cuernos por todo lado y tan expresivas que parece que en cualquier momento cobrarán vida para clavar los colmillos, que también les son característicos.

El atuendo está compuesto por un pantaloncillo rojo que va hasta la rodilla con flequillos dorados a los filos, la blusa o capa roja con filos bordados y flecos dorados. Las medias rojas ayudan a integrar a lo largo el color infernal y las zapatillas mantienen ágiles los pies.

Las mujeres de las parejas de línea llevan vestidos amarillos, fucsias, rojos o lilas y una coronilla, un pañuelón, una máscara de malla y unos guantes blancos.

Los capariches, que también forman parte de la partida, se encargan de barrer el paso del desfile. Cargan consigo una escoba, un poncho, un sombrero y una máscara de malla.

Denostada por los escrupulosos e imbricada de leyendas, esta celebración alcanzó recién hace alrededor de dos décadas la popularidad de la que hoy goza. No obstante, está rodeada de mitos. Ningún danzante se puede retirar de su partida si no baila doce años consecutivos. Si lo hiciera, la maldición del diablo caerá sobre su cabeza, a través de alguna enfermedad o la propia guadaña.

Los bailes son a manera de parejas en línea, aunque cada vez es más rara esta modalidad de danza, con el tiempo también han cambiado su vestido, las mujeres que usaban vestidos bajos de colores y en su cabeza llevaban un sombrero con cintas cambiaron su atuendo por las faldas largas plisadas con tablones y blusas de manga corta, con pañolones.

A lo largo de los años, esta manifestación ha evolucionado en una celebración que abraza la creatividad y la tradición, pues se ha convertido en un espectáculo en el que participan 15 comunidades, cada una formada por entre 1.000 y 2.000 personas entre diablos y danzantes. Un desfile que se despliega como un lienzo vibrante de color, música y danza, llenando las calles de Píllaro de una energía indescriptible.

Del 1 al 6 de enero, las calles de Píllaro no paran de vibrar. Durante el día, los recorridos inician en las comunidades hacia el corazón de Píllaro. La calle Rocafuerte se convierte en la pasarela donde los diablos despliegan su talento y creatividad.  Mientras que, al caer la tarde, la Diablada no se rinde, pues los personajes recorren nuevos trayectos con máscaras iluminadas, al ritmo de los Sanjuanitos.  Los “descansos” se convierten en escenarios de concursos y premiaciones, donde la comunidad se une para celebrar la tradición que los conecta.

Pero la Diablada no es solo un desfile; es una competencia impresionante donde se premia al mejor bailarín y a la mejor máscara. 

La Diablada de Píllaro no solo es un espectáculo para la vista, sino un fenómeno que impulsa el turismo en el cantón. Miles de visitantes, entre locales y extranjeros, convergen para sumergirse en esta experiencia única, dejando una huella imborrable en el tejido cultural y comercial de Píllaro.

 

 

Fuentes:

 

• Infobae.com

• Ecuador.travel

• Turismo.gob.ec

• Bagre.life

 


 


























































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