Durante el siglo XII se puso de moda en el sur de Francia un nuevo tipo de poesía, que cautivó a un sinnúmero de caballeros, príncipes y hasta reyes. Eran obras escritas en provenzal o lengua de oc, el idioma poético más prestigioso en Europa en esa época, y hablaban sobre todo del amor cortés, el cortejo que un caballero hacía a una dama de condición elevada, a menudo la esposa de su señor.
Sus autores, los llamados Trovadores, alcanzaron
gran celebridad no sólo en Francia, sino también en las penínsulas Ibérica e
Itálica, donde la poesía trovadoresca se difundió enseguida y llenó los salones
reales y de la nobleza. Sin embargo, el éxito de esta poesía provenzal no se
debió sólo a los Trovadores, los que la componían, sino también a quienes la
recitaban: los llamados Juglares. En realidad, la diferencia
entre unos y otros nunca estuvo del todo clara. El Juglar recitaba de
memoria, acompañándose de instrumentos como el laúd o la vihuela. Por lo general
declamaba textos breves, pero de notable complejidad, en los que tanto la
melodía como la rítmica y la métrica le exigían poseer un talento y unos
conocimientos especiales. Algunos de estos Juglares estaban ligados a un Trovador
concreto o vivían en la corte de un determinado señor, mientras que otros
llevaban una vida itinerante. Sus actuaciones fueron, en los siglos XII y XIII,
muy valoradas y, por ello, económicamente rentables; gracias al dinero y los
regalos que les daban por sus interpretaciones, muchos, los que pertenecían a
la élite de la Juglaría, pudieron comprarse tierras, vestir ropas ricas y
hasta tener sirvientes. Los Juglares se diferenciaban de los Trovadores
por los orígenes más humildes, por tener como fin entretener y no ser autores
de sus versos, porque generalmente utilizaban copias de los versos hechos por
los Trovadores,
pero arreglados por ellos mismos, aunque siempre existían aquellos Juglares
que componían sus propias obras. Los Juglares, dependiendo de lo que
hacían se clasificaban en: • Juglares líricos: Recitaban las obras líricas de
los trovadores; • Juglares épicos: Interpretaban cantares de gesta y otras
composiciones narrativas; • Remedadores: Imitaban; • Goliardos:
Eran clérigos vagabundos o estudiantes de vida pícara (origen de la tuna);
• Zaharrones:
Utilizaban disfraces y gestos grotescos en sus espectáculos; • Trasechadores:
Eran prestidigitadores; • Menestriles: Eran juglares-músicos
que en lugar de andar errantes quedaban al servicio exclusivo de un señor; • Cazurros:
Recitaban de forma disparatada, sin seguir ninguna regla; • Juglaresas
y soldaderas: Eran mujeres de vida errante que se dedicaban al baile y
al canto. Había tres clases de Juglares: Unos independientes y
libres, con vida de bohemios, que no vivían en ninguna parte y se los podía
encontrar dónde había fiestas. Otros formaban parte del ámbito cortesano y
posteriormente fueron los bufones de la comedia del Siglo de Oro. Otros estaban
a sueldo de ciertos Trovadores principales, viajando con ellos, siendo sus mensajeros,
precediéndoles o acompañándoles en sus visitas a las Cortes del rey. Sin
embargo, en la Edad Media los Juglares no se limitaban a recitar
poemas de los Trovadores. Sus habilidades iban más allá: cantaban, hacían
malabarismos, adiestraban animales, bailaban... Nótese que, en su origen, la
palabra Juglar procede del latín joculator, derivado a su vez de jocus,
“juego”; de donde se deduce que el oficio de Juglar consistía,
básicamente, en jugar o, dicho con otras palabras, en proporcionar distracción
mediante toda suerte de cantos, danzas, acrobacias, mimos, romances,
representaciones... Del mismo modo, los ambientes en los que se movían podían
ser muy diversos. Los Juglares que alcanzaban un alto
estatus frecuentaban las cortes aristocráticas; en el extremo opuesto estaban
los menos afortunados, que se dedicaban a ir de plaza en plaza o de castillo en
castillo ofreciendo sus servicios a cambio de poco más que el sustento. Entre
unos y otros estaban los que trabajaban de un modo más o menos permanente para
un determinado señor y los que conseguían hacer de su oficio una fuente regular
de ingresos sin estar ligados a un pagador concreto. Como puede imaginarse, la
vida que llevaba cada uno de estos tipos de Juglares era muy
diferente.
Los reyes y los grandes nobles medievales solían tener siempre
consigo Juglares. En las cortes ibéricas gran parte de ellos eran
musulmanes, y algunos judíos. Formaban parte del servicio y recibían un salario
por su trabajo. Vestían ropas vistosas –en la corte de Juan I de Aragón, por
ejemplo, llevaban librea de paño blanco, mientras que en la de Navarra vestían
de paño verde de Bristol– y se desplazaban con estas cortes itinerantes,
ofreciendo distracción a lo largo de los viajes. Muchas veces eran utilizados
como mensajeros, bien para llevar a otra corte una invitación, bien para
transmitir una noticia, para anunciar una llegada, para responder a una misiva
o para hacer llegar a una dama una declaración amorosa. En los grandes
banquetes, los Juglares amenizaban la comida y anunciaban los platos mediante
pequeñas piezas dramáticas, malabares y juegos con fuego. A veces eran
actuaciones muy espectaculares, ensayadas durante días y desarrolladas en
complejos escenarios construidos para el evento. En el día a día su función era
entretener mientras los señores comían, descansaban o convalecían por alguna
enfermedad; así, lo mismo jugaban con ellos a los dados que recitaban,
cantaban, tocaban o imitaban el canto de los pájaros. Los Juglares no solían gozar
de muy buena reputación. En el siglo XIII había quien lamentaba el declive de
la gran poesía trovadoresca, y veía en los Juglares a individuos pretenciosos y
fastidiosos. El músico y trovador Pèire de la Mula decía: “Dejo de
hacer regalos a los juglares. Señores, oíd por qué y cómo: porque su molestia
crece y aumenta, y quien más los obsequia yerra, pues el que menos vale de
todos quiere que se lo considere el mejor [...]. Creo que su negocio decae
porque son más pesados que el plomo y hay más que gotas de lluvia; por lo que
no estimo un rábano su maledicencia”. Unos años más tarde, otro trovador, Gueraut
de Riquier, que residió por un tiempo en la corte de Alfonso X el
Sabio, los calificaba de ruidosos, malintencionados, pedigüeños, insolentes y
vanidosos. Fuera de las casas nobles había compañías de Juglares autónomos. Era
bastante común que fuesen contratados por los municipios para trabajar en las
fiestas y las ferias, ofreciendo espectáculos de entretenimiento en las plazas,
junto a las iglesias o acompañando a las procesiones. También vestían ropas de
colores llamativos y brillantes, llevaban consigo animales adiestrados, como
osos y cabras, y adoptaban nombres jocosos.
Normalmente se trataba de compañías
formadas por varios hombres y mujeres que bailaban, lanzaban cuchillos, hacían
acrobacias, representaban escenas cómicas, actuaban con animales adiestrados o
exhibían juegos malabares. A veces todos los miembros de la compañía
pertenecían a la misma familia. Lo suyo era un oficio y, como tal, dio lugar a
corporaciones similares a los gremios que agrupaban a otros profesionales. Hubo
escuelas de Juglaría, y en ciudades relativamente grandes hubo barrios en
los que la mayor parte de los residentes ejercían la Juglaría. Cuando no
tenían un lugar de residencia permanente se desplazaban siguiendo a los
ejércitos y a los peregrinos, de ciudad en ciudad y de castillo en castillo.
Los Juglares
que actuaban solos lo hacían, por lo general, acompañándose de un instrumento y
sentándose a tocar y recitar –casi siempre por ese orden– en las calles,
congregando a su alrededor grupos de personas que les entregaban monedas al
final de sus actuaciones. Éstas podían consistir en recitar gestas o historias
de alto contenido moral, como las vidas de los santos, o bien en cantar
romances que las gentes, con el tiempo, acababan aprendiendo. Además de
entretener, difundían las noticias y divulgaban las historias clásicas. Los Juglares
eran el principal medio de información en un mundo esencialmente oral. Por
ello, y por el contenido sarcástico, malintencionado y licencioso de algunas de
las intervenciones de los Juglares, la Iglesia los condenaba.
Mientras que respetaba a aquellos que sólo declamaban y cantaban relatos
edificantes, tachaba a los otros de «ministros de Satán», y trataba, sin éxito,
de prohibir que actuasen cerca de los edificios eclesiásticos o en las
celebraciones religiosas. Con todo, clérigos y Juglares integraban la
misma sociedad, y juntos participaban de sus fiestas. Así lo reflejaba el Arcipreste
de Hita en un pasaje de su célebre “Libro del Buen Amor”,
compuesto a mediados del siglo XIV: “Día de Quasimodo iglesias et altares / vi
llenos de alegrías, de bodas e cantares, / todos avíen grand’ fiesta, fasíen
grandes yantares, / andan de boda en boda clérigos e juglares”.
Fuentes:
• Historia.nationalgeographic.com.es
• Edadmedia1blog.wordpress.com
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