La colaboración entre un cineasta y un compositor suele ser la de un
proceso creativo en la que ambos discuten y analizan la mejor manera de
acompañar musicalmente a un film. La casuística en la historia del cine es muy
variada, pero es bien frecuente que el compositor conozca previamente el guion
y asista al rodaje, que vea la película con el director para decidir el
emplazamiento de la música, que ese director monte el fin con las piezas que
les va entregando ese compositor,
pero el caso de Federico Fellini y Nino
Rota es excepcional, ya que la extraña relación simbiótica que se
establecía entre las imágenes del primero y la música del segundo parecía más
producto de la intuición que de la razón, de un misterioso proceso alquímico
antes que de un análisis de la trama o estilo del film. En realidad, ellos dos
gustaron de alimentar esa leyenda, la de creación “mágica” de la música de sus
películas y resultaba difícil desmentirla: en las imágenes que se conservan de
ambos trabajando no hay pista de audio, nunca se sabrá qué le decía Fellini
a Rota
sentado frente a su piano que, como dice Richar Dyer, “tenía toda su cultura
musical en la punta de los dedos”. En la carrera cinematográfica de Rota
son abundantes los disciplinados acompañamientos musicales sinfónicos, tanto en
películas italianas como en algunas de las producciones internacionales en las
que trabajó. Sin embargo, Rota era un compositor interesado en
las expresiones de la música popular, a la que recurría con frecuencia para
reformular o integrar en su obra de concierto. Fellini le permitía
conectar con esa otra tradición popular que él trabajaba con frecuencia en el
género de la comedia italiana, con la música bufa y ligera. Hay algo de gozo
carnavalesco en la manera en que Rota se entregaba al cine de Fellini,
como una alternativa burlona a ese estilo más elegante y serio que cultivaba
para otros directores. En su relación con Fellini se palpa la progresiva
depuración de los elementos melodramáticas y sentimentales para avanzar hacia
la explosión festiva o la música distante que cultivaron en algunas de sus
cintas más radicales.
Un compositor fundamentalmente apolíneo como era Nino Rota encontró
gracias a Fellini un impulso dionisíaco que se manifestaba en su personal
reescritura de la música popular, el Jazz y la música Pop.
Es frecuente en la obra de Fellini y Rota la fusión de la
música circense con la imaginería religiosa, enfatizando que los rituales de la
Iglesia no están tan lejos de los de la carpa y subrayando que ambos compartían
un mismo aliento popular: en “La strada”, una tonada interpretada
por unos músicos ambulantes se convierte en procesión religiosa y después en
marcha circense con un simple cambio de plano; en “Los Inútiles”, otra pieza
de aires festivos acompañan la escena en la que uno de los protagonistas
trabaja en una tienda de objetos religiosos. Aunque, sin dudas, el momento
privilegiado de esa metamorfosis musical de lo religioso en carnavalesco lo
encontramos en la espectacular set piece de “Roma”, el desfile de moda
eclesiástica al ritmo de una estrafalaria música litúrgico-pop. Sin embargo,
hay otro Nino Rota oculto entre los pliegues de la desbordante
imaginería de Fellini, un Rota de rostro lírico y melancólico
que contrasta poderosamente con la máscara carnavalesca. En los primeros filmes
de Fellini
adquirió la forma de tristes melodías de un franco sentimentalismo,
desbordantes de humanidad, como el tema de Sandrina en “Los Inútiles”, o los
compuestos para los personajes interpretados por Giuletta Masina: Gelsomina
en ”La
Strada”, Cabiria en “Las Noches de Cabiria” y Giuletta
en ”Giulietta
de los Espíritus”. En otros casos se convierten en piezas obsesivas,
perturbadoras, que sirven para conectar a personajes deslumbrados por los
oropeles del artificio con su yo íntimo o sus profundas ansiedades. Lejos de la
exuberancia festiva felliniana, estas piezas son fugaces destellos que iluminan
zonas de sombras. De la misma manera que los temas de Rota traspasaban con toda
fluidez las fronteras de la música cinematográfica y la de concierto, las
melodías escritas para Fellini pasaban con todo desparpajo
de una película a otra.
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