El Toro
Huaco es una pieza folclórica propia de las fiestas patronales de
Diriamba (Nicaragua) y su origen está vinculado a una leyenda que según el
escritor Edgard Escobar Barba se llama “El Cacaste”. Un joven
golpea con fuerza el pequeño tambor que sostiene prácticamente con la parte
interior de su brazo izquierdo y que apoya en su pecho, mientras los dedos de
su mano izquierda se alternan para frenar y dejar pasar el aire por los
agujeros que conforman el flautín que casi nunca quita de su boca. Él es el
“pitero”.
Su música guía a dos filas de hombres, mujeres y niños, cuyos sexos no se distinguen porque sus rostros se esconden bajo máscaras rosadas, ojos azules, poblados bigotes y estilizada nariz. Ellos son promesantes que ejecutan la danza conocida como Toro Huaco, baile con el que pagan a San Sebastián, el santo patrono de Diriamba, por un favor que han recibido. El atuendo de todos es el mismo en su esencia, sin embargo, cambia en la forma y los colores, según el gusto de cada uno. Lo básico es un jean con una camisa mangas largas. Sobre la camisa, en el pecho, se interceptan dos bandas de tela llamadas cruzados. En la espalda una capa cae desde los hombros hasta la media pierna. Las piernas están recubiertas con un par de cueras que hacen juego con la capa y los cruzados. En los puños portan pañuelos sujetados con elásticos. Y a pesar que todo el atavío es en sí llamativo, la vista se recrea en una parte particular de ese traje: el sombrero, una verdadera obra de arte confeccionada con flores artificiales que a pesar de su colorido y belleza son opacadas por la majestuosidad de las plumas de pavo real. Es precisamente el ojo de las plumas el que funciona como imán con su natural y mágica combinación de azules y turquesa. A la cabeza del baile va el “pitero”. Detrás de él un hombre con el atuendo del Toro Huaco, pero sin máscara y sin sombrero, baila sosteniendo una armazón recubierta con tela y encabezada por una estructura con cuernos que simulan los de una vaca.
Su música guía a dos filas de hombres, mujeres y niños, cuyos sexos no se distinguen porque sus rostros se esconden bajo máscaras rosadas, ojos azules, poblados bigotes y estilizada nariz. Ellos son promesantes que ejecutan la danza conocida como Toro Huaco, baile con el que pagan a San Sebastián, el santo patrono de Diriamba, por un favor que han recibido. El atuendo de todos es el mismo en su esencia, sin embargo, cambia en la forma y los colores, según el gusto de cada uno. Lo básico es un jean con una camisa mangas largas. Sobre la camisa, en el pecho, se interceptan dos bandas de tela llamadas cruzados. En la espalda una capa cae desde los hombros hasta la media pierna. Las piernas están recubiertas con un par de cueras que hacen juego con la capa y los cruzados. En los puños portan pañuelos sujetados con elásticos. Y a pesar que todo el atavío es en sí llamativo, la vista se recrea en una parte particular de ese traje: el sombrero, una verdadera obra de arte confeccionada con flores artificiales que a pesar de su colorido y belleza son opacadas por la majestuosidad de las plumas de pavo real. Es precisamente el ojo de las plumas el que funciona como imán con su natural y mágica combinación de azules y turquesa. A la cabeza del baile va el “pitero”. Detrás de él un hombre con el atuendo del Toro Huaco, pero sin máscara y sin sombrero, baila sosteniendo una armazón recubierta con tela y encabezada por una estructura con cuernos que simulan los de una vaca.
La vaca va
embistiendo a quienes se aglutinan alrededor del baile y no permiten el libre
paso de los promesantes, quienes se desplazan ejecutando un “paso doble” y
moviéndose de un lado para otro, de extremo a extremo, en las calles de la
ciudad, imitando el movimiento de una serpiente. Mientras bailan, en su mano
derecha agitan un chischil (sonajero) que produce un sonido uniforme en el
grupo mientras que en la mano izquierda sostienen una tajona. Todos siguen las
instrucciones de un bailante que funciona como mandador, es decir, el que
indica los ritmos y los pasos a ejecutar, además del momento en qué deberán
hacer ruuu, el sonido que los identifica. Según Escobar Barba “En primer
lugar el baile tiene que ver con las creencias que rodean al toro como representante
de la fuerza bruta. Asimismo, en tiempos de la colonia hubo un sistema de
imposición que subyugaba al aborigen y por alguna suerte nuestros antepasados
se robaban el ganado de los españoles para alimentarse”. Según la leyenda, la
vaca cobraba vida y se le veía que por las cuencas echaba gusanos, este
fantasma del animal correteaba a los transeúntes nocturnos, ante estos
acontecimientos un chamán era el único que podía calmar el ímpetu de la
aparición. Algunos investigadores proponen que se trata de una herencia de un
ritual mágico que se realizaba a la luz de la luna, relacionado con la
sensación del aborigen para enfrentar el peligro no para correrse de él, sino
para enfrentarlo bajo el abrigo del éxito, por ello recurre al sortilegio
usando el chischil y las cintas que suponían eran mágicas. Acerca del nombre
algunos estudiosos han indicado que Huaco se refiere a guardado y
escondido pero otros afirman significa el fantasma de la vaca muerta. Esta
leyenda pudo ser inventada para evitar que los aborígenes se robaran el ganado.
La música es indígena: un tambor que llama a la guerra y un pito que encierra
un lamento mágico. La danza consta de nueve coreografías en total, dos se
ejecutan durante la procesión y las otras en las casas o las paradas. El último
día de las festividades se incorpora un décimo son llamado el de la matada de
la vaca, que se da donde el mayordomo o dueño del baile. La matada de la vaca
consiste en un ritual en el que se amarra la vaca a un poste y los bailantes la
sortean hasta lograr descuartizar la tela que recubre la armazón.
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