A principios
de los 60, las figuras del Rock’n Roll eran predominantemente norteamericanas.
En Gran Bretaña, desde mediados de los 50, los grupos se dedicaban al Skiffle,
que eran canciones folklóricas norteamericanas tocadas con instrumentos
improvisados y mucho entusiasmo. El Skiffle era un poco vulgar y fue borrado
por el Rock’n Roll. Entre racionamientos y ruinas de bombardeos crecían unos
adolescentes que miraban al mundo de un modo diferente al de sus padres. Para ellos,
el Reino Unido ya no era el centro del universo. Los norteamericanos los habían
rescatado de la amenaza nazi y habían sembrado un gusto por todo lo que viniera
del otro lado del Atlántico; cine, moda, bailes, música. La película Semilla
de maldad, con su Rock around the clock de Bill
Halley, provocó trifulcas en los cines británicos. Para llenar el vacío, se
fabricaron unos cuantos sucedáneos locales, estrellas de entrecasa de los que
sólo Cliff Richards, Johnny Kidd y Adam Faith, eran un poco presentables. Los
graduados de la escuela del Skiffle maduraron cuando echaron sus garras sobre
instrumentos de verdad y pudieron seguirle los pasos a sus adorados Shadows. De
los muchos seguidores de ese grupo, los únicos que dejaron un registro
destacado, fueron The Tornados. La verdadera herencia de los Shadows fue que
legitimaron el concepto de grupo. Surgió así un movimiento casi clandestino ya
que la industria de Londres prefería vocalistas maleables. Era una verdadera
secta, que se distinguía por una pasión desmesurada por todo lo norteamericano,
que atesoraba los discos del sello London y que se fortalecía por el desprecio
que la BBC , tanto
en su versión televisiva como radiofónica, manifestaba por aquella música. En
Liverpool y otras ciudades, las pandillas juveniles aportaban dinero para que
el grupo del barrio, al que seguían con fervor, saliera adelante. Y aconteció
un milagro llamado The Beatles, que con su asimilación del mejor Rock’n Roll y
sonidos negros, moldearon su estilo reconocible y fresco a la vez.
La descomunal
victoria de los Beatles sacudió a los que se dedicaban a la guitarra como
aficionados sin demasiadas expectativas. Cuatro mozalbetes de clase obrera, sin
demasiada educación, demostrando que los súbditos de Isabel II podían
rockanrolear sin sentimientos de inferioridad. Tal vez no hubiera pasado nada
si Epstein hubiese fracasado en su misión de lanzar a los Beatles. Pero aquello
funcionó y se produjo el inevitable fenómeno mimético. Un anzuelo irresistible
en un país estructurado en castas, donde el acento marcaba la pertenencia de
por vida a una clase social, sin posibilidades de ascenso. Así, la música Pop
junto con el fútbol, se convirtieron en la ansiada vía de escape. De repente
estaba de moda ser británico. Irrumpieron triunfalmente en América del Norte
desplazando al olvido a sus ídolos. Podían y debían jactarse de su origen. En
las portadas de los discos se los veía en autobuses de dos pisos, apoyados en
cabinas telefónicas pintadas de rojo o frente a monumentos de metal envejecidos.
Y si bien trabajaban sobre bases musicales foráneas, aportaron su peculiar
sensibilidad. Algunos recuperaron las canciones de sus padres: Paul
Mc Cartney; Peter Noone; Ray Davies y otros adoptaron
fórmulas o repertorios del Music Hall británico. Eran chicos despabilados,
algunos de ellos, de temperamento inquieto, que habían contado con profesores
liberales de vagas inclinaciones izquierdistas. Pero no tenían ansias
revolucionarias: desde los Beatles hasta abajo, se plegaron a las exigencias de
sus representantes para adecentarse y moderar sus decibelios. El Beat, fruto
ingenuo de muchachos proletarios de provincias, empezó a ceder terreno ante la
acometida de los grupos capitalinos. La convivencia con tendencias más ásperas
como la de los grupos Mods o Rythm & Blues, y finalmente la Psicodelia , hicieron
que el movimiento Beat desapareciera. Londres era ya el centro del planeta Pop,
de una subcultura juvenil efervescente y veleidosa. Nuevo sol sobre el viejo
imperio.
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