El Rock cuenta con una nutrida galería de artistas malditos y grupos que se adelantaron a su tiempo o que vivieron los mitos de esa música hasta las últimas consecuencias. Ahí aparecen personajes como Johnny Thunders, Syd Barrett o Captain Beefheart. Igual destino –mucha alabanza de los críticos pero escasas ventas-, corresponde a los Heterodoxos, que prefieren no encajarse en las casillas habilitadas por la industria del entretenimiento. Caso especial es el da la música de pequeños países o de minorías como los gitanos españoles, creadores de variedades de Rumba que sólo pueden aspirar a ser moda de temporada. El juego del Pop tiene reglas muy estrictas. Este es un producto para el presente: las reivindicaciones póstumas son un bálsamo escasamente alimenticio. En todo momento el creador debe calibrar al público potencial, haciendo malabarismos entre las concesiones a la realidad del mercado y la obligación estética de ofrecer novedad. El artista no funciona en el vacío; el manager, la discográfica, el agente, el productor, los críticos, los zares de los medios, todos tienen sugerencias contradictorias para llevar su música a buen puerto. Un campo minado donde pueden caer los débiles y los tozudos, los arrogantes y los tímidos, los innovadores y los que hacen la suya. Destino final, la oscuridad. Grupo propenso a la creación de mitos, los fanáticos del Rock tienen particular debilidad por esos héroes apartados por la industria del entretenimiento. Tiene mucho que ver con la longevidad de la noción romántica del artista, personaje amante de los excesos, indagador de límites, negado para la felicidad, forúnculo social que prefiere la muerte al compromiso. El halo de malditismo ilumina a numerosas figuras del Rock, que aglutinan a su alrededor activos cultos idólatras. En medio del dramático proceso en el que cientos de músicos pierden paulatinamente todo tipo de prejuicios y pudor con tal de alcanzar la anhelada fama, despuntan algunos casos de honesta tozudez que se mantienen fieles a sus propósitos, aunque ello les valga perder su lugar en el Olimpo del Pop. La condición esencial para ser considerado un músico maldito o heterodoxo, es carecer del reconocimiento del gran público o haber caído en el olvido. Pero lo mejor de todo son las circunstancias vitales que rodean al tipo. Es garantía de una cierta inmortalidad el perecer joven (Buddy Hollie, Eddie Cochrane, Ottis Redding, Brian Jones), especialmente si se trata de suicidio (Nick Drake, Bobby Fuller, Ian Curtis, Kurt Cobain), o sobredosis (Sid Vicious, Jimmy Hendrix, Janis Joplin, Tim Buckley). Entre los vivos tienen una categoría especial los damnificados por el abuso de drogas, como Syd Barrett, guía de los primeros Pink Floyd, o Roky Erikson, de los texanos 13th Floor Elevators. Los artistas ultrasensibles también acumulan puntos. Los protagonistas de vidas salvajes atraen mucha curiosidad, tal vez provocada por una secreta esperanza de ver consumado el proceso de autodestrucción; Johnny Thunders, Jerry Lee Lewis, Iggy Pop, Lou Reed o Keith Richards. Igualmente los lunáticos y primitivistas consiguen sectas particularmente exaltadas, como ocurre con Captain Beefheart, Screaming Jay Hawkins o Thelomesome Stardust Cowboy. Las cárceles, hospitales y manicomios equivalen a medallas. No falta quien se ha convertido laboriosamente una imagen de genio chiflado como Phill Spector. Sin truculencias, también quedan al margen figuras con obras extensas, inconfundibles y calladas, un pelotón donde entran Tom Waits, Kevin Koyne, Peter Hammil o John Hiatt. Entre tantos candidatos, algunos se destacan por diferentes motivos. Johnny Thunders es el arquetipo del perdedor, mientras que Scott Walker representa al artista carcomido por demonios internos. Marc Almond moldeó feliz su visión de perversión, en contraste con Todd Rundgren, que abarca demasiados rubros como para ser clasificado. Y un académico que se gana la vida adobando celuloide con su guitarra doliente: Ry Cooder.
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