Dentro de las formas musicales instrumentales, se encuentra el Preludio, uno de los nombres más usados a lo largo de la historia de la música (o de la literatura, etc.) y del que no se conoce una definición concreta o ninguna aproximación a sus verdaderos orígenes que puedan descifrar su verdadera naturaleza de libertad y recreación sonoras.
En un principio, el Preludio era una sucesión
de improvisados acordes para probar el instrumento (laúd u órgano), relajar los
dedos o para dar el tono o tonos de afinación a los cantantes (como ocurría en
Italia en el siglo XV) sobre todo en la música religiosa, en los ambientes
relacionados con las capillas eclesiásticas. Estos sonidos particulares, que
precedían a una obra más extensa o a un grupo de obras, no adquirieron el rango
de forma musical instrumental hasta que el Preludio apareció, especificado como
tal, inserto en las piezas para órgano de la tablatura de Adam Ilebourgh (en 1448).
Así, se ve que los Preludios más antiguos conservados proceden de este siglo XV. A
partir del XVI se compusieron Preludios improvisados relacionados
con una obra u obras en términos de tonalidad y posición (previa) a tal
conjunto, pero cien años después ya empezó a separarse de ese uso
introductorio, adquiriendo entidad propia. El Preludio libre o “a la
francesa” es un tipo de pieza independiente que posee, a partir de una mínima
notación, un desarrollado carácter improvisatorio (como ocurre en las piezas
para clave de Couperin, Lebègue o Marchand). Es el Barroco
el que asistió al prolífico matrimonio entre el Preludio y la Fuga.
Este nuevo género, que goza de una precisa y rigurosa construcción compositiva,
combina la introducción libre, recreativa y clásica del Preludio con una sección
posterior plena de concisión, regularidad y didáctica, la Fuga en sí misma, que
servía de epílogo o de contraste con respecto a la primera parte. Los artífices
del desarrollo de esta singular forma fueron Pachelbel y Buxtehude,
padres musicales de Johann Sebastian Bach, auténtico maestro y perfeccionista
articulador de una pieza transportada al cénit de la historia de la música: “El
clave bien temperado”.
Este cuaderno de cuarenta y dos Preludios
y Fugas
es el avance de la consecuente Sonata clásica, que consigue recorrer
todas las tonalidades posibles en el teclado, verdadera base lógica y armónica
para posteriores interpretaciones en torno al carácter de cada tonalidad. “El
clave bien temperado” influenció a muchos compositores en los siglos
venideros, algunos de los cuales escribieron preludios en conjuntos de 12 o 24,
a veces con la intención de utilizar las 24 tonalidades mayores y menores como
lo había hecho Bach. El siglo XVIII dejó de lado la forma del Preludio,
volviendo a aparecer en el Romanticismo indisolublemente unido a la fuga, con
los homenajes bachianos de Felix Mendelssohn (“Preludios
y fugas para órgano, opus 37”), Franz Liszt (“Fantasía y fuga para órgano sobre
el nombre B.A.C.H.”), Johannes Brahms (“Dos
preludios y fugas para órgano”) o César Franck (“Preludio, Aria y final para piano”),
que miraban al maestro barroco alemán con admiración, imitación y virtuosismo. No
obstante, fue en el transcurso del siglo XIX y en el comienzo del XX cuando se asiste
al devenir del Preludio (a secas) para piano, breve composición que obtiene
una independencia total con respecto a otras formas. Muchos Preludios
tienen un continuo ostinato debajo del fondo, usualmente de tipo rítmico o
melódico: (ostinato [italiano]: técnica de composición consistente en una
sucesión de compases con una secuencia de notas de las que una o varias se
repiten exactamente en cada compás). También hay alguno de estilo un poco más
improvisado. El Preludio también puede referirse a una “obertura”,
particularmente a aquellos de una Ópera, Oratorio o Ballet.
El Preludio
suele aparecer en fecundas colecciones, como los “24 preludios, opus 28” de
Frédéric
Chopin, de la mano de grandes pianistas y compositores como los
maestros franceses Claude Debussy, Gabriel Fauré, Eric Satie o Olivier
Messiaen, sin olvidar al ruso Serguéi Rajmáninov. Tales autores
brindan la oportunidad de recrear en esta forma tan libre paisajes, atmósferas
y sensaciones (muchas veces extramusicales) a través de la búsqueda de una
expresión musical evocadora. No se puede olvidar una idea que, seguro, ronda en
la cabeza a la hora de pensar en el Preludio es su traslado a la forma
orquestal o sinfónica, germinada en el siglo XIX. Es una composición de estilo
libre concebida para orquesta (como el “Preludio a la siesta de un fauno” de
Debussy)
o una especie de poema sinfónico (Los Preludios de Franz Liszt) que puede
retomar ese primigenio uso introductorio del siglo XV para convertirse en la
obertura de una Ópera (“Preludio de Tristán e Isolda” de Richard
Wagner). Los Preludios también fueron incorpodos
a través de algunos compositores del siglo XX que incluyen “Le
tombeau de Couperin” (1914-1917), de Maurice Ravel, y la suite
para piano, op. 25 (1921/23), de Arnold Schoenberg, ambos comienzan
con un Preludio introductorio (la introducción coral de Schoenberg
a la “Suite Génesis” es un caso raro de un Preludio adjunto escrito
en el siglo XX sin ninguna intención neobarroca). Además de una serie de Preludios
para piano independientes (Op.2), Dmitri Shostakovich compuso un
conjunto de 24 Preludios y Fugas en la tradición del “Clave
bien temperado” de Bach. Algunos compositores de
vanguardia también han producido Preludios independientes. El breve Preludio
para la meditación de John Cage está escrita para piano preparado,
mientras que el “Prélude” de 1959 de François-Bernard Mâche y el “Preludio
Aleatorio” (1961) de Branimir Sakač utilizan recursos electrónicos
y técnicas aleatorias.
Fuentes:
No hay comentarios:
Publicar un comentario