Una de las características de la enseñanza de nuestra historia es la exclusión de las mujeres en el relato de la construcción del país. Las imágenes más comunes las muestran a las damas de la élite colonial amenizando unas fiestas características de su grupo social, las tertulias, o bien organizando el trabajo de una numerosa servidumbre, en las grandes casonas coloniales.
Fueron
muchas y variadas las acciones en las que participaron mujeres de orígenes
diversos durante las históricas luchas revolucionarias. Cientos de mujeres
actuaron como espías y emisarias, valiéndose de su presunta debilidad y
desinterés político para infiltrase en el ejército enemigo. Además,
participaron en la organización de redes de información en las que actuaban
como correos, proporcionando información muy valiosa al ejército patriota; y
también en la organización de protestas; en la propagación de las ideas
patriotas y en la persuasión entre los ejércitos realistas. Para discernir el
papel de las mujeres en aquella época, podemos señalar que colaboraron en todo
cuanto estuvo a su alcance: transportaron alimentos, ropas y material bélico;
cocinando, e incluso atendiendo a los heridos. Protagonizaron tertulias
esclarecedoras, o donaron sus joyas para la causa de la libertad. Pelearon
hasta dejar sangre o empujaron a la lucha a sus esposos o amantes. Discutieron
estrategias con los hombres prestando sus casas para reuniones clandestinas o
actuaron como espías y emisarias. Madres, esposas, novias, vecinas solteras,
cultas o trabajadoras, hijas y hermanas, con sencillez o con el protagonismo de
las valientes, con el corte y la confección o con el fusil, la oración y el
discurso inflamado, todas ellas contribuyeron a la creación de nuestro país. Nadie
las invitó al Cabildo Abierto del 22, cuando se depuso al virrey Cisneros.
Arriesgaron su reputación el histórico día 25 y se apiñaron entre soldados
patricios y vecinos que, reunidos frente al Cabildo, querían saber de qué se
trataba. Para pensar a las Mujeres de Mayo hay que retroceder a
1801 en Buenos Aires.
La aldea colonial se estremecía con un escándalo. María
de Todos los Santos Sánchez, muchacha de 14 años que la historia
conocería como Mariquita, se había negado a casarse con Diego del Arco, un distinguido
caballero español mucho mayor que ella, riquísimo comerciante criollo, el
hombre que su padre designó para ella. Estaba todo listo para la ceremonia:
todo menos la novia. Ni los gritos ni las amenazas consiguieron que la chica
dijera el “sí” y el novio tuvo que salir de la casa tan soltero como había
entrado. Poco después Mariquita también salió como había
entrado del convento donde había sido internada en castigo: salió resuelta a no
dar el brazo a torcer y a casarse con su amor, su primo segundo, Martín
Jacobo Thompson. Empecinada, se presentó al virrey Sobremonte para que
dejase sin efecto los arreglos que había hecho la madre -el padre ya había
muerto- para casarla con Diego del Arco. Cerca de un año
después de iniciado el juicio, los enamorados obtuvieron la autorización y la
boda se realizó el 29 de julio de 1805. Mariquita abrazó con fervor la causa de
la libertad y colaboró con todas las empresas patrióticas de la Revolución
de Mayo. Su casa de la calle Umquera, más conocida por todos como “del
Empedrado” o “del Correo” (actualmente calle Florida al 200) acogió a las
personalidades de su época, atraídas por la hospitalidad graciosa y espiritual
de la dueña. Los problemas más delicados eran debatidos allí, lo mismo que los
temas literarios. Una mujer reconocida, María Guadalupe Cuenca, la esposa de
Moreno, mientras él estaba en el exterior, le enviaba cartas con información
sobre lo que pasaba en Buenos Aires.
Además, solía discutir de estrategia con
su marido y juntaba dinero para entregarlo a la causa. En las Invasiones, las
ollas de agua arrojadas por mujeres desde las terrazas son más conocidas que
algunas actuaciones individuales. Manuela Pedraza, una humilde soldada
tucumana, apodada la tucumanesa. En agosto de 1806, combatió duramente a los
invasores ingleses, acompañando a su esposo. Él murió en la pelea y ella tomó
su fusil y dio muerte al inglés que lo mató. Luego le arrancó el fusil, que
presentó, después, como trofeo a Liniers. Por esta acción se le
otorga el grado de subteniente de infantería. De Manuela Pedraza poco se
sabe, ni siquiera sus fechas de nacimiento y muerte, pero sí que cayó en la
miseria y arrendaba una modesta pieza y que, por falta de pago, le iniciaron,
en dos oportunidades, juicio por desalojo. Otra mujer que participó durante las
invasiones inglesas, fue Martina Céspedes. Era viuda, tenía
45 años y tres hijas. Vivian en el barrio alto, San Telmo. Allí atendían una pequeña pulpería. Martina
usó la estrategia de hacer pasar uno en uno a los ingleses, les ofrecía aguardiente
hasta dejarlos ebrios y luego los tomaba prisioneros. En premio, Liniers
la nombró sargento mayor. Detalle romántico: ella entregó sólo once
prisioneros. El restante se terminó casando con Josefa, una de las hijas. Casilda
Igarzábal de Rodríguez Peña, entre 1804 y 1810 reunió una de las
primeras sociedades secretas de la emancipación americana, el llamado Partido
de la Independencia. Este último integrado por Juan José Castelli, Nicolás
y Saturnino
Rodríguez Peña, Manuel Belgrano, Juan
José Paso y Martín Rodríguez. Cornelio Saavedra dudaba en ponerse
al frente del movimiento para derrocar a Cisneros.
El 18 de mayo, la esposa
de Rodríguez
Peña, a la cabeza de un grupo de señoras, se presenta en la casa del
comandante del Cuerpo de Patricios. Le dice: “¡Aquí no hay que vacilar!”. Lo
presiona para que se decida y lo invita a concurrir a su quinta, en la que Castelli,
Belgrano
y otros rebeldes estaban conspirando. Saavedra aceptó ir. La estrategia
para el Cabildo Abierto del 22 de mayo se planeó allí ese 18. La Gaceta
de Buenos Aires publicó una resolución de la Primera Junta convocando
a los vecinos a concurrir a la casa del vocal Miguel de Azcuénaga,
donde se recibían las donaciones para equipar al primer ejército patrio. Casilda
figura encabezando la larga lista que fue publicando el periódico con la
donación del salario de dos soldados. Contribuyeron las porteñas, pero también
las mujeres de las provincias. Aportaron las ricas, pero también las mujeres
del pueblo y hasta las esclavas. Conmueve ver el nombre de María Eusebia Segovia,
esclava, donando 1 peso fuerte “y se ofrece para servicio de cocina con dos
hijos”, o el de Juana Pavón que aportó 2 pesos fuertes “que los tenía
destinados para vestir, pero ha querido tener la satisfacción de cederlos para
auxilios de los gastos de la expedición”. La salteña Juana Gabriela Moro Aguirre,
delicada dama que humildemente vestida se trasladaba a caballo espiando
recursos y movimientos del enemigo. Durante las guerras de independencia,
lideró en Salta, junto con Doña Loreto Sanchéz Peón, una red de
espionaje femenina conocida como Las Mujeres de la Independencia. En
una oportunidad fue apresada y obligada a cargar pesadas cadenas, pero no
delató a los patriotas. Sufrió el castigo más grave. Cuando Pezuela
invadió Jujuy y Salta, Juana fue detenida y condenada por espionaje a morir
tapiada en su propio hogar. Días más tarde una familia vecina, condolida de su
terrible destino, horadó la pared y le proveyó agua y alimentos hasta que los
realistas fueron expulsados.
Fue emparedada a los 29 años, pero murió
centenaria. María Loreto Sánchez Peón solía disfrazarse para vender pan y
pasteles al ejército realista y a la hora de pasar lista se sentaba en un
rincón tomando silenciosa nota del número de fuerzas enemigas ayudada de dos
bolsas de maíz, una para los presentes y otra para los ausentes. Para sus
comunicaciones con el coronel patriota Luis Burela utilizaba un hueco
practicado en un árbol a orillas del río Arias, donde sus criadas que acudían
al río con la excusa del lavado de la ropa, depositaban los mensajes y
retiraban instrucciones mientras iban río para el lavado de la ropa o para
conducir el agua para el servicio doméstico. Efectuó también numerosos viajes a
Orán y Jujuy llevando ocultos los papeles de comunicaciones en el ruedo de su
pollera. Juana Azurduy, descolló por sus dotes militares. Esta huérfana
de sangre mestiza nació en Chuquisaca en 1780. Luchó contra los españoles al
frente de su tropa: primero junto con su marido, Manuel Ascensio Padilla y
luego sola. El 25 de mayo de 1809, la sublevación de Chuquisaca sacudió el
Virreinato del Río de la Plata desde el Alto Perú, Juana y Manuel
colaboraron con entusiasmo con los rebeldes. Aunque el movimiento fue
derrotado, toda la zona ingresó en una “guerra de republiquetas” (grupos
guerrilleros independentistas), que no cesaría hasta la definitiva
independencia de la América hispana, en 1824. En ese lugar combatió Juana,
la guerrillera, desde el día en que dejó a sus cuatro hijitos al cuidado de una
india y salió a reunirse con su marido al campo de batalla. Allí la encontraron
las dos expediciones que envió Buenos Aires al Alto Perú, que fracasaron en el
intento de extender la Revolución. Las tropas de Juana y Manuel
prestaron servicios muy importantes. Se cuenta que fue ella quien tomó el cerro
de la Plata y se apoderó de la bandera realista, hazaña que Padilla no le
reconoció.
Como muestra de gratitud, el gobierno de Buenos Aires la nombró
teniente coronel. Durante el resto de los años, Juana continuó su resistencia
en una guerra de guerrillas sangrienta y desastrosa en la que vio morir a sus
cuatro hijos, combatió embarazada de la quinta hija, que luego dio a luz a
orillas del río Grande, mientras su marido peleaba, y escapó con ella en
brazos, a caballo, recién parida, porque sus enemigos habían aprovechado su
convalecencia para intentar apoderarse de los caudales de la tropa. Entonces,
la estrategia que proponía San Martín se impuso en Buenos
Aires: abandonar la vía altoperuano y acceder a Lima cruzando los Andes y el
mar. Esto fue exitoso para la causa, pero dejó a Juana y a su tropa
liberados a la suerte del destino. Cuando el enemigo capturó y mató a Padilla,
ella rescató de una pica de la plaza pública la cabeza de su hombre. Viuda y
con una sola hija, después de desesperados y vanos intentos por continuar la
causa revolucionaria, se puso al servicio del general Martín Miguel de Güemes y
participó activamente en la defensa del Norte patriota. Mujer negra, pobre,
guerrera, esposa y madre de varios hijos, María Remedios del Valle fue una de
las pocas mujeres que comenzó a luchar en las guerras de la Independencia desde
que se formó el primer gobierno patrio el 25 de mayo de 1810. Su primera
participación fue en la Expedición del Alto Perú junto a su marido y a sus dos
hijos. Ella, como muchas otras mujeres, acompañó a la tropa alimentando a los
soldados, curando heridos y también peleando con ellos. Así lo hizo en la
batalla de Huaqui, donde desafortunadamente perdió a su marido y a sus dos
hijos. Lejos de rendirla, sumó más coraje para pelear en las contiendas de
Tucumán y Salta. Debido a su bravura y valentía, Manuel Belgrano la nombró
Capitana. A pesar de este gran
reconocimiento, la suerte no estuvo de su parte en las derrotas de Vilcapugio y
Ayohúma, donde fue herida de bala, capturada por los realistas y azotada
públicamente. Muchas veces estuvo a punto de ser fusilada, sin embargo, pudo
sortear los embates tenazmente. Terminada la guerra, en las calles de Buenos
Aires, el general Juan José Viamonte
la reconoció: estaba pidiendo limosna, harapienta. Desde su banca en la
Legislatura pidió que se hiciera justicia y se le otorgara la pensión por los
servicios prestados, lo cual recién se produjo tras siete años de insistencia,
en 1828. Falleció en 1847. Fue declarada de manera póstuma como “Madre
de la patria”. María Magdalena Dámasa "Macacha"
Güemes (Salta 1787-1866), hermana del caudillo Martín Güemes, provenía
de una acomodada familia de la élite de esa provincia. Desde 1810 ambos
hermanos apoyaron a la revolución organizando milicias de apoyo a los ejércitos
del Alto Perú. En su participación en la gesta llevaron adelante la estrategia
de "guerra de guerrillas", conocidos como "los infernales"
del caudillo, asesinado años después. Machaca ofició de mano derecha de su
hermano, y como parte de la gesta independentista en el norte cumplió tareas
militares, organizativas, auxilió heridos en el campo de batalla, y llevó
misiones de espionaje junto a otras mujeres contra los realistas. Ana
Riglos nació en 1788. Perteneció a una destacada familia de la sociedad
rioplatense. El 22 de diciembre de 1809 se casó con su primo el general Miguel
de Irigoyen Quintana, quien durante la crisis política de 1820 fue
gobernador de la provincia de Buenos Aires e intendente de Policía por unos
días. Fue una de las damas patricias más comprometidas con la causa
revolucionaria de mayo de 1810, apoyó la expedición emancipadora al Alto Perú
donando parte de sus joyas y fortuna personal para comprar uniformes, alimentos
y armas.
Fuentes:
• Salaamarilla2009.blogspot.com
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