Nacida en el pueblo entrerriano de Villa Elisa en 1973, Selva Almada es una de las escritoras más renombradas del escenario literario argentino.
Su obra fue traducida al francés, inglés, italiano, portugués, alemán, holandés, sueco, noruego y turco, y recibió varios otros reconocimientos. Entre ellos, logró ser finalista del Premio Rodolfo Walsh, por “Chicas muertas”; y finalista del Premio Tigre Juan, por “Ladrilleros”.
Según Salomé Kiner, de “Le Temps” (Francia), “los libros de Selva Almada se mantienen unidos por una especie de rabia inquietante. La garganta se seca rápido. Imposible dejar la historia, apartar los ojos de la página. Imposible irse.”
Selva Almada vio el primer muerto adentro de un cajón, en un rancho, cuando tenía seis años. La niña quedó tan impresionada que no volvió a someterse a un velorio hasta que murió su abuela Ciomara. Ciomara fue la madre de su madre, una estirpe de mujeres serias y calladas, decididas y llenas del poder con el que cuentan las que se han unido a hombres flacos de decisiones. O ausentes. Selva Almada es una de las escritoras más elogiada de su generación, revelación a poco de cumplir 40 años por dos novelas venidas de una potente voz que nace en las huellas de Juan Carlos Onetti y, más allá, de William Faulkner y Erskine Caldwell. Entre esa niña absorta y aterrada ante el cadáver de un desconocido, y esta mujer que ahora escribe un nuevo libro sobre hombres que salen de pesca y otro sobre mujeres asesinadas, hay un hilo que explica la fascinación de sus lectores: en Almada, el pulso de la literatura es el de un latido que amenaza con apagarse, pero avanza, sin pausa, hasta producir un nudo en el estómago, porque es inminente el abismo, que no cesa, que no llega, pero allí está agazapado. La agonía es en esta escritora el vals que suena para que sigamos la huella de lo vital.
Mucho antes de publicar “El viento que arrasa” y de que la novela fuera elegida como la mejor del 2012 por el suplemento cultural del diario Clarín y ponderada por intelectuales como Beatriz Sarlo, Almada publicó “Niños” (cuentos) y “Una chica de provincia”, un relato confesional en el que aparece su familia entrerriana. Ahora, puesta a recordar, se ve correteando por un barrio sin límites, en las afueras del pueblo, con un primo que nació solo diez días antes que ella y con el que creció.
Si “El viento que arrasa” es la economía onettiana del lenguaje y una inminencia que nunca termina de desatarse, “Ladrilleros” es una novela de desbordes, con un estilo que es menos prolijo, pero también de una intensidad terrestre: lo real de dos amigos que se enfrentan a cuchillazos en un parque de diversiones y agonizan a lo largo de todo el libro, se mezcla con las alucinaciones que tienen desde su lecho de muerte. Mientras se desangran se acuerdan de sus padres, dos machos correntinos —el norte vuelve a ser el sitio elegido— que supieron ser enemigos hasta que uno muere y el otro se borra del mapa yéndose a trabajar como cosechador a otra provincia.
Selva Almada nació en un pueblo en el que la tierra del barrio se confunde con el campo. En esa casa a medio construir en la que vivió con sus padres hasta que huyó hacia Paraná, la ciudad más cercana para estudiar literatura, leyó en largas siestas, sus primeros libros. Las historias de Julio Verne le llegaron de manos de su abuelo paterno, Antonio Carroz, hijo de suizos venidos a mediados de siglo desde el cantón Valais. Carroz, peón de campo, era también un gran lector. Se casó con Ciomara, pero murió joven. A su muerte, Ciomara migró a Buenos Aires, para emplearse como mucama en la casa de una famosa soprano. Regresó al pueblo ya grande. La madre de Selva, hija de la pareja, heredó una voluntad de hierro para abrirse camino. Almada siempre vivió de changas. La madre fue el sostén familiar haciendo trabajos de costura para sus vecinos. Así se costeó los estudios como enfermera, y luego, los de maestra de escuela. Selva leyó —un clásico de la niñez argentina del interior— a Verne, Salgari, Alcott. Y siguió con la biblioteca popular de Villa Elisa: “Ahí encontré lo que quería. La literatura me salvó la vida”.
En la facultad, al borde del río Paraná —el más ancho después del caudaloso Río de la Plata— conoció a escritores y poetas. Era de las pocas estudiantes que vivía sola, su familia había quedado en el pueblo. En su casa se reunían a leer lo que escribían. Entre ellos se daban consignas para imaginar historias y foguearse. Así se inventaron una revista, en 1997, que llamaron Caelum Blue, por un poema de Lupercio: “Porque ese cielo azul que todos vemos, ni es cielo, ni es azul: ¡lástima grande que no sea verdad tanta belleza!”. Era un colectivo de artistas y organizaban fiestas para presentar cada número: algunos solían desnudarse para las performances, y de pronto Paraná tuvo su escena alternativa. Almada se fue dando cuenta que no estudiaba para ser profesora: lo de ella era escribir. En 1999, antes de que terminara el siglo, con el mismo novio que tiene al lado desde los 20, partieron a Buenos Aires.
Pajarito Tamai y Marciano Miranda, los protagonistas de “Ladrilleros”, son hijos de los chúcaros Tamai y Miranda, que viven a pocas cuadras y se odian. Las escenas del enfrentamiento entre los padres, las de la amistad infantil de los hijos, y las de la trama que se cierne hacia un final anunciado, pero del que se ignoran las razones, son de una masculinidad exacerbada: una condición hombruna y campesina que se vuelve universal en su frescura y en su traza corpulenta. Almada lo consigue con un lenguaje provinciano “desbordado” y con un conocimiento profundo de las lógicas de los varones, sin matices de corrección política. A salvo de la moral de clase media, Almada se mete con la lucha por el poder fálico, pero también con el amor de los varones. Ahora, por ejemplo, escribe una novela de hombres que se han ido a pescar. “Los hombres, ¿de qué hablan? ¿Cómo se aman dos varones en ese ambiente? ¿Qué hace un pibe que de golpe se enamora de un pibe?”.
—¿Por qué en estas dos novelas que te han vuelto conocida casi siempre los personajes son hijos?
—Como te decía, no voy a tener hijos. No voy a ser madre. Siempre voy a ser hija.
Esa es la Selva Almada que los argentinos leen por estos días. Es la misma chica que puede contar en el mismo tono que la violencia del campo no la sorprende, que no tiene una mirada moral sobre la violencia. Acaso el recuerdo de las siestas en Villa Elisa lo haga comprensible. Junto a su primo del alma —que fue su primer amigo, su primer novio, su primer todo— solían visitar al solterón Lolo Bertone en su rancho de las afueras. Tenía hamacas, el paseo era un respiro. A Lolo solía visitarlo la Chona, una prostituta que lo servía de vez en cuando. “La Chona iba con sus hijos”, cuenta. “Nosotros jugábamos con los nenes de la Chona y ellos se encerraban en el rancho. Ella entre los chicos tenía una hija que empezó a crecer, una nena que se desarrolló muy pronto. Entonces empezó a entrar al rancho. La madre se quedaba afuera, esperando. Era un horror, pero al mismo tiempo era algo que vivíamos sin sorpresa. Seguíamos jugando”.
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