Imagínense el asombro de los espectadores cuando vieron por primera vez, en uno de esos partidos de barro, uno de esos cotejos que se juegan por el sandwich y la gaseosa, a un defensor central con el rostro pintado, cual si fuera un miembro de una banda de Black Metal. Darío Dubois fue uno de esos héroes del ascenso.
Quizás el más especial de todos. Un obrero del fútbol
que nunca llegó a la élite, pero que dejó su impronta en absolutamente todos
los campos por los que pasó. Rústico defensa central, caudillo del área, fue
conocido por sus excentricidades en el campo y, fuera de él, por su
compañerismo, su inteligencia y su capacidad para mostrar las miserias que
sufren los jugadores que no salen por televisión. La presencia de Dubois
no dejaba indiferente a nadie. “Esto me da polenta, vos te pintás la cara y
salís a guerrear. Sé que los rivales se van a asustar, pero el reglamento no lo
prohíbe. Yo escucho Black Metal, bien podrido, una música que me parte la cabeza y
tengo ganas de jugar así, como soy”. Un buen día, a Darío Dubois, jugador de
Midland, se le ocurrió que sería una buena idea pintarse la cara para disputar
un partido. ¿Por qué no desdramatizar lo que es simplemente un juego por más
competencia que haya? Le pidió permiso al árbitro para usar el espejo de su
vestuario y usó maquillaje blanco y negro, vinculado a la estética de sus
gustos musicales. Y así entró a jugar. Lo repetiría por 13 partidos más hasta
que la AFA sacó una reglamentación en la cual prohibía esa práctica, otrora ni
mencionada. Un jugador del Ascenso había alterado las estructuras más poderosas
y conservadoras. Más que payasada, pintarse la cara era una gesta política.
Recordemos, en aquellos años, por ejemplo, que Daniel Pasarella, entrenador de
la selección nacional, no citaba jugadores con pelo largo, arito y mucho menos,
gays. “El fútbol es muy fascista, todos tienen que usar pelitos cortos, bien
empilchaditos y todo eso. Yo por entonces escuchaba Metal satánico de
Finlandia, Noruega. Andaba re croto, re sucio, con cadenas, tachas y toda esa
historieta. ¿Fue muy loco, no? Venían los canales de TV, desde los más
burgueses a los más chicos. Yo solo movía mil personas”, recordaba tiempo
después Dubois en una entrevista radial.
Los datos duros marcan que Dubois,
nacido el 2 de febrero de 1971, desarrolló su carrera como futbolista entre
1994 y 2005. Jugó en Yupanqui, Lugano, Midland, Deportivo Riestra, Laferrere,
Cañuelas, Sacachispas y Victoriano Arenas. Disputó 146 partidos y convirtió 13 goles,
una cifra nada despreciable para un defensor. Para su hermana Alejandra Ana,
quien cedió algunas imágenes de su archivo personal para ilustrar esta nota, a
Darío “el fútbol le gustaba como deporte, pero no se sentía identificado con
las instituciones que lo representaban, lo practicaba porque tenía un
entrenamiento físico gratuito”. Es una visión que se condice con lo que supo
señalar Dubois en algunas notas que concedió a partir de su inesperada
fama. Siempre expresó que su pasión principal era la música -tuvo varias
bandas, fue operador de sonido- y que el fútbol era un medio para poder
subsistir y desarrollar su veta artística. A contramano de ciertos prejuicios, Dubois
era un tipo de una vida sana, que se cuidaba como un profesional y que quería jugar
hasta los 40 años. Y no sólo eso, a Alejandra le decía que iba a vivir hasta
los 100. “Para la A no existo, para el Nacional B no doy, en la B soy buen
jugador, en la C soy muy bueno y en la D soy el mejor defensor”. Darío
Dubois podría haber sido uno más de esos que la reman en el duro mundo
del Ascenso y sobre todo en sus categorías inferiores. Aún pudiendo
considerarse entre los mejores, como señaló en una entrevista televisiva, las
posibilidades de trascendencia en ese ámbito son de muy bajas a nulas. Pero Darío
era distinto. Un pibe de barrio como cualquiera de sus compañeros, pero con un
pensamiento rupturista y una determinación para llevar esas ideas a la acción
que lo hicieron resaltar. A Darío las injusticias lo indignaban
profundamente, las vivía tan en carne propia que una fuerza interior lo
obligaba a denunciarlas, a hacer algo para que quedara en claro que algo no
estaba bien.
Y lo hacía a su manera. En un Midland - Excursionistas jugado en
el Bajo Belgrano y con Dubois defendiendo los colores del
Funebrero -quizás el club donde dejó mayor huella-, el árbitro Juan Carlos
Moreno lo expulsó por doble amarilla y al sacarle la segunda tarjeta se le
cayeron del bolsillo 1500 pesos. Dubois se sintió perjudicado, agarró
los billetes que se le habían caído a Moreno y empezó a correr. Perseguido por
prácticamente todos los que estaban dentro del campo de juego (encabezado por
el juez y hasta sus propios compañeros que temían una sanción durísima para el
defensor), finalmente le terminó devolviendo el dinero, no sin antes decirle
“este es el premio que vos me das por echarme, hijo de puta”. En 1995, Dubois
defendía la camiseta de Lugano. Una empresa de la zona le ofreció al plantel
colocar publicidad en la camiseta a cambio de 40 pesos por triunfo para cada
jugador. Tras 3 victorias seguidas la plata no aparecía y Dubois decidió llevar una
cinta aisladora negra para entrar a la cancha con la marca tapada. Pero se la
olvidó. Entonces decidió apelar al barro que había en una tarde lluviosa y se
esparció un poco en la parte de la camiseta donde figuraba el auspiciante. “La
camiseta naranja quedó toda cubierta por el barro. El sponsor se "cagaba
de risa" de nosotros y no nos pagaba. Yo, con esa guita, viajaba”, relató Dubois
para argumentar el porqué de su rebeldía. Aunque desde el club quisieron
suspenderlo por eso, todo quedó ahí. Y el sponsor apareció y pagó. En otra
ocasión denunció a un dirigente de Juventud Unida (Juan José Castro), mientras
jugaba para Victoriano Arenas, que supuestamente le había ofrecido dinero “para
perder, para que ellos ganasen y para que él entrara en una reelección en (el
municipio de) San Miguel. Una rata inmunda”, apuntó. Esa y muchas otras
historias le valieron enojos y fastidio de directivos y entrenadores que no
entendían su comportamiento. Pero a la vez le permitieron lograr reconocimiento
de muchos pares, parte del periodismo y de diversos foros de hinchas, como el que
suele ingresar en el sitio “En una baldosa”, que lo había
adoptado como una suerte de símbolo de futbolista del ascenso. “Mi hermano para
mí era un ser único, especial, me enseñó la solidaridad, la lealtad, los
principios y el amor por todo lo que hacía”, dice Alejandra. Dubois
no dejaba pasar lo que él creía injusticias, no temía represalias de ningún
tipo, aún si le pudieran costar lo que para él era un trabajo. En 2005 Darío
se vio empujado a retirarse del fútbol sin cumplir dos de sus sueños: jugar
hasta los 40 y ascender. Una rotura de ligamentos cruzados lo puso en una
situación que expuso crudamente el universo de la D: ni Victoriano Arenas,
donde estaba en ese entonces, ni Agremiados se hicieron cargo de los costos de
la operación y el tratamiento que necesitaba para recuperarse. “Lo dejaron
solo, Darío no tenía un peso para operarse, sólo quería seguir jugando
y en los hospitales públicos sabía que se le iba a hacer larga la
recuperación”, recuerda con bronca su hermana. Y tampoco olvida lo que
ocurriría años después. Porque Darío se fue demasiado rápido de
este mundo. A inicios de marzo de 2008, cuando salía de su trabajo como
operador de sonido en un local en el conurbano bonaerense donde tocaban bandas
de Rock,
lo quisieron asaltar y lo balearon en las piernas y el estómago. Tuvo una larga
agonía de casi dos semanas hasta que el 17 de marzo falleció cuando tenía 37
años. “Soy un payaso que se pinta la cara, pero se mata por la camiseta”. Darío
Dubois sigue vivo en ese otro fútbol de pocas luces porque siempre supo
defender los colores de cada equipo en el que le tocó jugar. Y que más allá de
excentricidades o rarezas, dejó el corazón en cada cancha.
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